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diga treinta y tres

28.9.10

surreal


¡Qué difícil! ¡qué difícil! repetía una y otra vez, con una insistencia de gusano que sigue hurgando el cabo de la manzana cuando ya no queda más que el resabio del olor a fruta podrida a su alrededor. Y sus palabras se enroscaban así, rodeándome la cabeza y el cuerpo. Ya me sentía desaparecer devorada por el gusano de la dificultad cuando, de improviso, una de las lentes tornasoladas de sus anteojos impactó contra uno de los listones de madera oscura donde estábamos parados y estalló disparando miles de astillas brillantes. Me sobresalté y eso me liberó de sus palabras agobiantes, pero en seguida me vi rodeada de diminutas y dinámicas imágenes de mí misma atravesando la atmósfera del galpón. Cada una de ellas tenía otra expresión, reflejaba un ángulo diferente de mi rostro. Un mosca pasó, incauta, por entre mi nariz recortada con un solo ojo y parte de mis labios en escorzo, dejándome ver que mi cabeza era más pequeña que su cuerpo, aunque lo peor fue descubrir que el gusano había adquirido dimensiones oceánicas y todo a mi alrededor –y alrededor de la mosca y del galpón y los faroles de la calle y los autos que pasaban transportando a mis vecinos que regresaban a casa después de la ardua jornada– se había tornado una masa verde, húmeda y pegajosa que impedía casi cualquier movimiento. Si Alfredo no dejaba de hablar, salir de allí resultaría imposible. Como una araña, su boca tejía el encierro. Despegándose de sus clavos de las paredes, las herramientas se volvían parte del discurso, adhiriéndose como moscas al papel. Entonces el hombre martillo dejó caer su pesada cabeza sobre la almohada y el golpe sonó con la fuerza del hierro. Aproveché el instante de confusión para acercarme a la ventana y desde allí pude ver un barco enorme amarrado a un gran clavo de acero contra el que se mecían olas de pegamento y alfileres con planetas en el techo. Toda mi ropa era el mar.

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